jueves, 4 de octubre de 2012

El reformismo, una rémora para la lucha por la liberación de la clase explotada

Roberto Mérida

El reformismo, también llamado revisionismo, es la “teoría política primeramente presentada por Edward Bernstein (1850-1932) en la década de 1890, mediante la cual defendía que se podría alcanzar un régimen de economía democrático e igualitario, alternativo al actual, también llamado “socialismo”, donde no tuvieran lugar las diferencias de clase, introduciendo pequeñas y graduales “reformas”, o cambios, a través de la legalidad vigente, desde las estructuras parlamentarias y constitucionales dentro del capitalismo actual, sin necesidad de derrocar a la oligarquía financiera dominante mediante un movimiento popular. Presentaba, como principales cambios o “innovaciones” dentro del capitalismo que permitirían semejante “evolución”: la conquista del sufragio universal, la paulatina reducción de la jornada laboral, la invención del telégrafo, el teléfono o el sistema de correos (en la actualidad, habría añadido la invención del internet), así como la fusión del capital empresarial con el capital bancario a través del “crédito”, que para él, cumplía una función “centralizadora y planificadora”, análoga a la defendida por los modelos socialistas, en oposición a la visión caótica y anárquica de un capitalismo decimonónico (muy parecido al neoliberal actual) que “no se regula”. Así, los reformistas planteaban la consecución del cambio social a través de una “evolución” desde el capitalismo, más que una “revolución” hacia el socialismo, contrariamente a como defendían los marxistas o comunistas clásicos.


La realidad y “evolución” histórica del siglo XX y XXI ha demostrado más que sobradamente que semejantes tesis no rigen en la actualidad: la fusión del capital empresarial con el bancario a través del crédito no ha hecho más racional, planificada y centralizada la economía, todo lo más, ha dado más bases de poder y riqueza a una oligarquía financiera, reducida a un minúsculo número de grandes empresas, que controlan la mayor parte de la economía mundial, haciendo no por ello, menos caótica, caprichosa y anárquica la gestión del capitalismo. Ésta se reduce, ahora más que nunca, con la llamada “economía global”, a lo que “dictan los mercados”, esto es, lo que dictan en los hechos, las grandes operaciones especulativas de bolsa de un ejército o puñado de accionistas que se levantan cada mañana para jugar con los porcentajes de las acciones y los números de sus amos. Este “séquito de mercenarios a sueldo”, estos “artistas de la especulación”, son quienes dictan en la práctica el rumbo de la economía de un país, sujetos a ninguna clase de votación o control electoral o democrático por parte de sus ciudadanos.

Tampoco es verdad que esta “evolución” del capitalismo empresarial al capitalismo financiero haya reducido o ni siquiera amortiguado las contradicciones de clase: estas siguen más vigentes y latentes que nunca, con un aumento drástico del índice de desempleo, con una bajada notable del nivel de vida y la continua destrucción de derechos laborales, políticos, así como de servicios sociales; además, con la expansión de las potencias capitalistas y la introducción de este sistema mercantil-financiero en los países en vías de desarrollo, la polarización o diferencias de nivel de vida entre las potencias y países de la periferia han aumentado drásticamente, condenando a más de las 3 cuartas partes de la población mundial a niveles insoportables de insalubridad y miseria, disparando el índice de muertos por hambre, guerras y enfermedad, por segundo, que continúa registrándose día tras día.

Los Reformistas, pecan de optimistas, al pensar que sin utilizar la lucha en las calles será posible llegar al socialismo auténtico. Los reformistas, en la mayoría de los casos, resultan entorpecedores, una pesada rémora en la dura tarea de luchar contra el imperialismo financiero, que es actualmente quien controla el capitalismo mundial, agresivo y despiadado, que hará todo lo que sea necesario para mantenerse en el poder e impedir el triunfo de la clase obrera. Todo lo más que saben hacer es llegar a vergonzantes pactos con la patronal, que se traducen en la reducción del índice de despidos, tras una dura huelga, pero en aceptar despidos, o en la negociación a la baja del convenio laboral; todo lo más que saben hacer, es llegar a vergonzantes pactos con partidos políticos neoliberales, desde el parlamento o los ayuntamientos, a fin de repartirse pequeñas cuotas de poder que ni siquiera les dan margen suficiente de maniobra para implantar medidas progresistas y transformadoras recogidas en su programa, y que dicen que “quieren hacer”, para llegar, a través de la “evolución”, es decir, de las “reformas” y los “cambios graduales”, a la transformación del sistema y la implantación “legal” del socialismo. La realildad, es que no existe una revolución de guante blanco. En la práctica, terminan aceptando rebajar sus reivindicaciones y programa, cuando tienen oportunidad de llevarlo a cabo, adaptándose a los requisitos de los grupos de poder oligárquico, y ayudándoles a traicionar, rendir o machacar las luchas. Dicen: que para no “poner en peligro las conquistas adquiridas por la clase trabajadora”, dicen: que “para no arrojarse a aventuras locas que puedan derivar en dictaduras”, dicen: que “para ahorrar sufrimientos a la clase trabajadora”. Al final, a cambio de unas migajas, terminan aceptando “en nombre del trabajador”: que el trabajador tenga que seguir siendo trabajador para un empresario, y conformarse con un salario sin poder decidir nada sobre el régimen de producción y la gestión del país, cuando la realidad es que los obreros (manuales o intelectuales, lo mismo vale, pues todo adelanto técnica o intelectual redunda en el adelanto e innovación material), somos los verdaderos hacedores de riqueza.

En un principio los reformistas o revisionistas, que en realidad son la misma cosa, pensaron que para pasar de un Estado capitalista, dominado por el Imperialismo, al deseado Estado socialista, bajo control democrático de los trabajadores, único capaz de ofrecer la igualdad y bienestar para todo el proletariado, y así salir del capitalismo que nos ha estado manteniendo bajo su yugo y que va ganando en fuerza con la ofensiva de recortes, sería suficiente con negociar y volver a renegociar mediante consensos con el gobierno de turno. Es irrisorio, y de una ingenuidad ramplante: que a lo largo de los años transcurridos desde el inicio de esta corriente, allá por el siglo XIX, los Reformistas no hayan sido capaces de entender que conformarse con las migajas que se les pueda conceder a base de consensos y largas negociaciones con el gobierno de turno a los trabajadores es humillante y desmotivador. Nunca lograrán el pleno Estado socialista con este método. Porque su método, consiste en dejar fuera a todo lo que tenga que ver con una revolución real del proletariado: con cambiar las reglas de juego, con despojar de su posición de privilegio al explotador, y liberar de la misma al asalariado, al agricultor que trabaja de sol a sombra, al desempleado, al precario... Ya que, en su lenguaje: la revolución es asociada a la violencia y podría causar “víctimas inocentes debido a la actuación de los medios represores del Estado”. Por tanto es mejor no hacerla y “llegar a entendimientos con las clases dominantes”.

Esta lucha, entre fuerzas represoras y los oprimidos, entre capitalistas y gobiernos usureros que explotan al trabajador, y trabajadores que luchan por liberarse de su explotación y conquistar sus derechos como seres humanos, es inevitable. Ninguna batalla se ha ganado sin algo de sangre sobre el asfalto.

Los reformistas y la izquierda conspiranoica, ante el 25-S

Los reformistas, son aquellos que, como los Valderas o los Llamazares, hacen la pinza con la derecha neo-liberal desde el parlamento (que abarca desde partidos neo-conservadores como los PP y CiU, hasta partidos socioliberales como el PSOE de un Zapatero o Griñán, Los Verdes / IPC, de un Joan Saura, el Equo, que respaldó el Tratado de Libre Comercio Unión por el Mediterráneo o apoyó la zona de exclusión aérea en Libia, ó el ERC del Tripartito) o aquellos que, desde la calle, repiten sus soflamas y tópicos criminalizantes sobre el carácter supuestamente “golpista”, “ultraderechista” y “tejerista” con que la derecha (socioliberal y neocons) moteja, para deslegitimar y disuadir al descontento popular de concentrarse ante las instituciones colectivas de gobierno de la clase dominante (los parlamentos), a convocatorias de carácter reivindicativo y popular como el 25-S, apoyadas por sectores que en la práctica abarcaban desde un ala radical del 15-M y otros movimientos de los llamados “ciudadanistas”, hasta fuerzas de izquierda revolucionaria como el SAT de Sánchez Gordillo en Andalucía, pasando por plataformas republicanas, asociaciones antidesahucios, colectivos obreros y de desempleados, organizaciones anticapitalistas, etc.

Lanzando consignas alarmistas, los reformistas, hacen la pinza, no sólo con las fuerzas reaccionarias y centristas desde el parlamento, sino con supuestas fuerzas y colectivos “ultraizquierdistas” desde la calle, que motejan de “fascista” al 25-S por su carencia de nitidez ideológica de sus convocantes. Hablamos de colectivos de carácter conspiranoico, que pretenden que detrás de todos los grandes movimientos y acontecimientos sociales del siglo XXI se esconden complejas tramas y conspiraciones formadas por pequeños y reducidos círculos elitistas que planifican el engaño colectivo desde el poder en las sombras, alejados de la luz pública (como si de una teleserie de extraterrestres, más que de un acontecimiento político, se tratase).

En su visión, para los conspiranoicos, que se dan la mano con los reformistas en los hechos, es impensable una situación en la que el pueblo, organizado, escriba su historia, protagonizando complejos procesos revolucionarios cuyo resultado no es siempre fruto de los buenos deseos, sino de complicadas correlaciones de fuerzas entre los que quieren avanzar hacia objetivos radicales, y los que quieren limitar las reivindicaciones y frenarlo todo, reduciéndolo a un mero cambio de “régimen constitucional o parlamentario”, a la caída de un dictador, o a una reforma superficial de las leyes y de la estructura política, pero sin tocar la económica.

Es precisamente gracias a los reformistas que desalientan la revolución, y a aquellos grupos conspiranoicos que desalientan a la gente de participar en ellas, por miedo a no ser lo “bastante revolucionarias” como ellos, en sus sueños megalómanos desearían, que estas revoluciones terminan por fracasar, imponiéndose pequeños y limitados cambios superficiales que no tocan la realidad social ni los intereses de los grupos de poder establecidos en lo económico.

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