El
reformismo, también llamado revisionismo, es la “teoría política
primeramente presentada por Edward
Bernstein
(1850-1932)
en la década de
1890,
mediante la cual defendía que se podría alcanzar un régimen de
economía democrático e igualitario, alternativo al actual, también
llamado “socialismo”, donde no tuvieran lugar las diferencias de
clase, introduciendo pequeñas y graduales “reformas”, o cambios,
a través de la legalidad vigente, desde las estructuras
parlamentarias y constitucionales dentro del capitalismo actual, sin
necesidad de derrocar a la oligarquía financiera dominante mediante
un movimiento popular. Presentaba, como principales cambios o
“innovaciones” dentro del capitalismo que permitirían semejante
“evolución”: la conquista del sufragio universal, la paulatina
reducción de la jornada laboral, la invención del telégrafo, el
teléfono o el sistema de correos (en la actualidad, habría añadido
la invención del internet), así como la fusión del capital
empresarial con el capital bancario a través del “crédito”, que
para él, cumplía una función “centralizadora y planificadora”,
análoga a la defendida por los modelos socialistas, en oposición a
la visión caótica y anárquica de un capitalismo decimonónico (muy
parecido al neoliberal actual) que “no se regula”. Así, los
reformistas planteaban la consecución del cambio social a través de
una “evolución” desde el capitalismo, más que una “revolución”
hacia el socialismo, contrariamente a como defendían los marxistas
o comunistas clásicos.
La
realidad y “evolución” histórica del siglo XX y XXI ha
demostrado más que sobradamente que semejantes tesis no rigen en la
actualidad: la fusión del capital empresarial con el bancario a
través del crédito no ha hecho más racional, planificada y
centralizada la economía, todo lo más, ha dado más bases de poder
y riqueza a una oligarquía financiera, reducida a un minúsculo
número de grandes empresas, que controlan la mayor parte de la
economía mundial, haciendo no por ello, menos caótica, caprichosa y
anárquica la gestión del capitalismo. Ésta se reduce, ahora más
que nunca, con la llamada “economía global”, a lo que “dictan
los mercados”, esto es, lo que dictan en los hechos, las grandes
operaciones especulativas de bolsa de un ejército o puñado de
accionistas que se levantan cada mañana para jugar con los
porcentajes de las acciones y los números de sus amos. Este “séquito
de mercenarios a sueldo”, estos “artistas de la especulación”,
son quienes dictan en la práctica el rumbo de la economía de un
país, sujetos a ninguna clase de votación o control electoral o
democrático por parte de sus ciudadanos.
Tampoco
es verdad que esta “evolución” del capitalismo empresarial al
capitalismo financiero haya reducido o ni siquiera amortiguado las
contradicciones de clase: estas siguen más vigentes y latentes que
nunca, con un aumento drástico del índice de desempleo, con una
bajada notable del nivel de vida y la continua destrucción de
derechos laborales, políticos, así como de servicios sociales;
además, con la expansión de las potencias capitalistas y la
introducción de este sistema mercantil-financiero en los países en
vías de desarrollo, la polarización o diferencias de nivel de vida
entre las potencias y países de la periferia han aumentado
drásticamente, condenando a más de las 3 cuartas partes de la
población mundial a niveles insoportables de insalubridad y miseria,
disparando el índice de muertos por hambre, guerras y enfermedad,
por segundo, que continúa registrándose día tras día.
Los
Reformistas, pecan de optimistas, al pensar que sin utilizar la lucha
en las calles será posible llegar al socialismo auténtico. Los
reformistas, en la mayoría de los casos, resultan entorpecedores,
una pesada rémora en la dura tarea de luchar contra el imperialismo
financiero, que es actualmente quien controla el capitalismo mundial,
agresivo y despiadado, que hará todo lo que sea necesario para
mantenerse en el poder e impedir el triunfo de la clase obrera. Todo
lo más que saben hacer es llegar a vergonzantes pactos con la
patronal, que se traducen en la reducción del índice de despidos,
tras una dura huelga, pero en aceptar despidos, o en la negociación
a la baja del convenio laboral; todo lo más que saben hacer, es
llegar a vergonzantes pactos con partidos políticos neoliberales,
desde el parlamento o los ayuntamientos, a fin de repartirse pequeñas
cuotas de poder que ni siquiera les dan margen suficiente de maniobra
para implantar medidas progresistas y transformadoras recogidas en su
programa, y que dicen que “quieren hacer”, para llegar, a través
de la “evolución”, es decir, de las “reformas” y los
“cambios graduales”, a la transformación del sistema y la
implantación “legal” del socialismo. La realildad, es que no
existe una revolución de guante blanco. En la práctica, terminan
aceptando rebajar sus reivindicaciones y programa, cuando tienen
oportunidad de llevarlo a cabo, adaptándose a los requisitos de los
grupos de poder oligárquico, y ayudándoles a traicionar, rendir o
machacar las luchas. Dicen: que para no “poner en peligro las
conquistas adquiridas por la clase trabajadora”, dicen: que “para
no arrojarse a aventuras locas que puedan derivar en dictaduras”,
dicen: que “para ahorrar sufrimientos a la clase trabajadora”. Al
final, a cambio de unas migajas, terminan aceptando “en nombre del
trabajador”: que el trabajador tenga que seguir siendo trabajador
para un empresario, y conformarse con un salario sin poder decidir
nada sobre el régimen de producción y la gestión del país, cuando
la realidad es que los obreros (manuales o intelectuales, lo mismo
vale, pues todo adelanto técnica o intelectual redunda en el
adelanto e innovación material), somos los verdaderos hacedores de
riqueza.
En
un principio los reformistas o revisionistas, que en realidad son la
misma cosa, pensaron que para pasar de un Estado capitalista,
dominado por el Imperialismo, al deseado Estado socialista, bajo
control democrático de los trabajadores, único capaz de ofrecer la
igualdad y bienestar para todo el proletariado, y así salir del
capitalismo que nos ha estado manteniendo bajo su yugo y que va
ganando en fuerza con la ofensiva de recortes, sería suficiente con
negociar y volver a renegociar mediante consensos con el gobierno de
turno. Es irrisorio, y de
una ingenuidad ramplante: que a lo largo de los años transcurridos
desde el inicio de esta corriente, allá por el siglo XIX, los
Reformistas no hayan sido capaces de entender que conformarse con las
migajas que se les pueda conceder a base de consensos y largas
negociaciones con el gobierno de turno a los trabajadores es
humillante y desmotivador. Nunca lograrán el pleno Estado socialista
con este método. Porque su método, consiste en dejar
fuera a todo lo que
tenga que ver con una revolución real del proletariado: con cambiar
las reglas de juego, con despojar de su posición de privilegio al
explotador, y liberar de la misma al asalariado, al agricultor que
trabaja de sol a sombra, al desempleado, al precario... Ya que, en su
lenguaje: la revolución es asociada a la violencia y podría causar
“víctimas inocentes debido a la actuación de los medios
represores del Estado”. Por tanto es mejor no hacerla y “llegar a
entendimientos con las clases dominantes”.
Esta
lucha, entre fuerzas represoras y los oprimidos, entre capitalistas y
gobiernos usureros que explotan al trabajador, y trabajadores que
luchan por liberarse de su explotación y conquistar sus derechos
como seres humanos, es inevitable. Ninguna batalla se ha ganado sin
algo de sangre sobre el asfalto.
Los
reformistas y la izquierda conspiranoica, ante el 25-S
Los
reformistas, son aquellos que, como los Valderas o los Llamazares,
hacen la pinza con la derecha neo-liberal desde el parlamento (que
abarca desde partidos neo-conservadores como los PP y CiU, hasta
partidos socioliberales como el PSOE de un Zapatero o Griñán, Los
Verdes / IPC, de un Joan Saura, el Equo, que respaldó el Tratado de
Libre Comercio Unión por el Mediterráneo o apoyó la zona de
exclusión aérea en Libia, ó el ERC del Tripartito) o aquellos que,
desde la calle, repiten sus soflamas y tópicos criminalizantes sobre
el carácter supuestamente “golpista”, “ultraderechista” y
“tejerista” con que la derecha (socioliberal y neocons) moteja,
para deslegitimar y disuadir al descontento popular de concentrarse
ante las instituciones colectivas de gobierno de la clase dominante
(los parlamentos), a convocatorias de carácter reivindicativo y
popular como el 25-S, apoyadas por sectores que en la práctica
abarcaban desde un ala radical del 15-M y otros movimientos de los
llamados “ciudadanistas”, hasta fuerzas de izquierda
revolucionaria como el SAT de Sánchez Gordillo en Andalucía,
pasando por plataformas republicanas, asociaciones antidesahucios,
colectivos obreros y de desempleados, organizaciones
anticapitalistas, etc.
Lanzando
consignas alarmistas, los reformistas, hacen la pinza, no sólo con
las fuerzas reaccionarias y centristas desde el parlamento, sino con
supuestas fuerzas y colectivos “ultraizquierdistas” desde la
calle, que motejan de “fascista” al 25-S por su carencia de
nitidez ideológica de sus convocantes. Hablamos de colectivos de
carácter conspiranoico, que pretenden que detrás de todos los
grandes movimientos y acontecimientos sociales del siglo XXI se
esconden complejas tramas y conspiraciones formadas por pequeños y
reducidos círculos elitistas que planifican el engaño colectivo
desde el poder en las sombras, alejados de la luz pública (como si
de una teleserie de extraterrestres, más que de un acontecimiento
político, se tratase).
En
su visión, para los conspiranoicos, que se dan la mano con los
reformistas en los hechos, es impensable una situación en la que el
pueblo, organizado, escriba su historia, protagonizando complejos
procesos revolucionarios cuyo resultado no es siempre fruto de los
buenos deseos, sino de complicadas correlaciones de fuerzas entre los
que quieren avanzar hacia objetivos radicales, y los que quieren
limitar las reivindicaciones y frenarlo todo, reduciéndolo a un mero
cambio de “régimen constitucional o parlamentario”, a la caída
de un dictador, o a una reforma superficial de las leyes y de la
estructura política, pero sin tocar la económica.
Es
precisamente gracias a los reformistas que desalientan la revolución,
y a aquellos grupos conspiranoicos que desalientan a la gente de
participar en ellas, por miedo a no ser lo “bastante
revolucionarias” como ellos, en sus sueños megalómanos desearían,
que estas revoluciones terminan por fracasar, imponiéndose pequeños
y limitados cambios superficiales que no tocan la realidad social ni
los intereses de los grupos de poder establecidos en lo económico.
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